Diego se presentó en la linea de partida del Spartathlon por primera vez y por esas cosas del destino le ha tocado vivir una de las peores ediciones de la historia, sino la peor. Lluvias durante, prácticamente, toda la carrera, tormentas terribles y vientos huracanados. Una estampa apocalíptica que solamente los más fuertes, de cuerpo y mente, pudieron vencer. Diego Rojo Garrido estuvo en ese selecto grupo de vencedores que lograron, a pesar de todo, llegar hasta los pies de Leónidas.
Una gesta digna de los héroes de la Grecia antigua que en espiritulibre nunca olvidaremos.
Aquí su historia:
“SIGUE NADANDO, SIGUE NADANDO (“Dori” en “Nemo”), O LA SUPUESTA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO…”
Mucho se ha hablado de la soledad del corredor de fondo y, por extensión, de ultrafondo. Aunque yo me he sentido así en numerosas ocasiones, tanto entrenando como compitiendo, la preparación y la disputa del Spartathlon 2018, ha marcado un antes y un después como corredor popular y como persona.
Los días previos a la prueba, bromeaba con la frase de la compañera azul de Nemo, la “pez cirujano” Dori. El día antes de la prueba, recibí un mensaje de ánimo de mi mujer y de mi hija, con el famoso “Sigue Nadando” que encabeza este texto, y que me hizo mucha gracia, sin saber que se repetiría en mi cabeza como un mantra durante los momentos más duros del recorrido.
La verdad es que el detalle vino que ni pintado para la ocasión, porque la carrera de este año estuvo marcada por el ciclón Zorba, bajo el cual tuvimos que correr, con rachas de viento que superaron ampliamente los 100 km/h, lluvias torrenciales, tormenta con aparato eléctrico, granizo, barro y desbordamientos en la calzada, con el agua en ocasiones por encima del tobillo, objetos diversos volando, árboles y paneles arrancados de cuajo, y otras dificultades que añadían dureza extra al hecho de tener que recorrer los 246km de la prueba en menos de 36 horas. Como navegante y como montañero he estado en numerosas ocasiones expuesto a condiciones climáticas adversas y frío extremo, pero nunca en una situación de agotamiento tal como la vivida este último fin de semana de septiembre en Grecia.
Los primeros kms hasta Corinto, relativamente planos, se sucedieron de manera más o menos tranquila, y con casi hora y media de adelanto sobre los tiempos de corte, en gran medida gracias a la compañía de Juan Andrés Camacho. Me encontré con él poco después de la salida, al pie de la Acrópolis, y lo dejé ir alrededor del 60-70, por ser su ritmo superior al que yo podía mantener con comodidad, y por reservar fuerzas para lo que vendría más adelante. Estuvimos corriendo bajo una lluvia suave, que acabó empapándonos, pero la sensación térmica era relativamente agradable.
En Corinto, en el control 22 (km 81), me esperaba mi hermana Maite, mi ángel de la guarda particular, sin el apoyo de la cual dudo que hubiese sido capaz de terminar en tiempo. Allí, como la climatología comenzaba a complicarse, me ayudó a cambiarme de ropa por primera vez, me dio un masaje con aceite térmico para calentar un poco los cuádriceps, que comenzaban a estar doloridos, y comí sentado por primera vez desde la salida. La vuelta al ruedo fue de lo más desesperanzadora, ya que en los primeros metros no era capaz de correr, y tuve que caminar 3 o 4 minutos hasta que volví a entrar en calor y pude trotar nuevamente. Por delante me quedaban ni más ni menos que los 165 kms más duros de toda mi vida. No obstante, a partir de este punto los tiempos de corte se suavizan, por lo que a pesar de lo anterior pude ir aumentando paulatinamente mi margen sobre ellos, hasta algo más de dos horas, que fue lo que me salvó en el último cuarto de carrera, donde iba realmente fundido.
Todos los relatos de corredores coinciden en que a partir de aquí lo normal es caminar cuesta arriba y correr en llano y cuesta abajo, aunque lo cierto es que donde podía correr lo hacía, incluso en las cuestas arriba suaves, con el afán de “guardar minutos” para cuando me viniera abajo, porque en una carrera como esta nadie te salva de venirte arriba y abajo unas cuantas veces.
A partir de entonces, y antes de la llegada de la noche, se desató el infierno. Comenzaron las lluvias torrenciales, el frío por el viento intenso, los pies permanentemente empapados al cruzar las numerosas balsas de agua, y la organización desbordada en algunos controles, donde no había agua caliente para poder tomar una sopa o un té que te reconfortaran por dentro, ya que por fuera no había nada que hacer. Decido entonces abrigarme completamente antes de lo previsto, cambio de zapatillas incluido, en previsión de la entrada en la zona de montaña, en el control 43 (km 148), al que llegué en torno a las 01:00, con unas 2h10´de adelanto sobre el tiempo de cierre. Como no había nada caliente que tomar en el avituallamiento, y el estómago me empezaba a dar problemas por el frío, decidimos meternos dentro de un bar y comer algo a cubierto mientras mi hermana, siempre atenta a mis necesidades, me ayudaba a cambiarme. Salí de allí enfundado en 4 capas, con zapatillas secas, un número más grandes en previsión del edema, y con energías renovadas aunque, como en Corinto, sin poder correr hasta unos minutos más adelante, y con amenaza de tiritona imparable por el choque térmico al salir del calor a la tormenta, mi mayor miedo toda la noche.
El paso por la montaña fue como entrar en una película de Hitchcock… una niebla densa en la subida y la bajada que apenas te dejaba vislumbrar lo que había por delante y que reflejaba la luz del frontal. Un oficial de carrera me indicó el inicio de la subida, a lo cual yo contesté “¿en serio es por aquí?”. Lo que no sabia aún es que aquello era la parte fácil. La subida fue penosa, no en vano llevaba encima más de 160km, pero la bajada, vertiginosa, aún más, por el dolor de correr en excéntrico, y por los tobillos, que ya entonces llevaba completamente inflamados. Aún así, mantuve casi íntegra la ventaja con la que salí del restaurante, una hora y media aproximadamente, y que luego fui gestionando hasta Esparta.
A partir de entonces, básicamente mi estrategia se basó en sobrevivir. Sobrevivir a las arcadas por el frío y la mezcla de comidas, azúcares, salados. Sobrevivir a las piedras que me martirizaban la planta del pie, pero que no me atrevía a pararme a sacar por miedo a no poder volver a calzarme las zapatillas o entrar en hipotermia por la parada. Sobrevivir a las rachas de viento que en algunas zonas nos obligaban a parar, como la que arrancó un árbol de cuajo y un poste de una gasolinera en el control 72 en presencia de mi hermana. Sobrevivir al dolor de tobillos, el dolor articular más intenso que he sentido en mi vida y que, una semana después, cuando escribo esto, aún no me deja caminar con normalidad.
El resto pasó como una nube, concentrado en ir de un puesto de control al otro, en no sucumbir ante el frío, en vencer al viento frontal que en la bajada final me dejaba clavado por momentos, a las lluvias torrenciales, y a la imagen de Dori en mi cabeza, la compañera azul de Nemo, que me decía constantemente “Sigue nadando, sigue nadando!!!“.
Pasé Nestani, en el km 172, a 74 de meta, con la hora y media de margen intacta, pero con la estrategia de no detenerme de allí a meta más que tomar algo caliente mientras caminaba en los controles a los que podía llegar la asistencia, acompañado por mi hermana. En los últimos 50 kms prescindí de comida sólida, para no perder más tiempo ni correr el riesgo de vomitar y quedarme vacío, y con el único objetivo en mente de no sucumbir ante el dolor de tobillos, y de administrar el margen suficiente para llegar a meta. Y todo ello con el pensamiento amargo de saber que iba a ser el único español en poder llegar. Rubén, Juan y Javier, no os podeis imaginar lo que me iba acordando de vosotros a medida que Esparta se acercaba, y cuantas veces durante la carrera le había preguntado a Maite cómo estábais. Aún ahora cuando escribo esto, sabiendo de primera mano lo que habeis trabajado y a lo que habeis renunciado para preparar esta locura colectiva, me emociono pensando en vuestro sufrimiento al entregar el dorsal. No puedo por menos que dedicaros estas letras y enviaros un enorme abrazo a donde esteis en estos momentos leyendo esto… no dudo de que, más pronto o más tarde, lo vais a conseguir.
La entrada en Esparta no fue gloriosa, sino agónica, porque aquellas avenidas no se acababan nunca, y la carretera era literalmente un río en el que íbamos chapoteando (…sigue nadando!… sigue nadando!…). El ánimo de los conductores, que nos saludaban con las bocinas, y de los espartanos que salían a las terrazas de los bares y a los balcones a aplaudir, en un día de perros como aquel, nos emocionaban y nos empujaban hacia delante, imaginad lo que hubiera sido en un día soleado. Numerosos corredores me fueron pasando, muchos de ellos trotando como si estuvieran frescos como lechugas, pero a mi poco me importaba ser el último, con tal de llegar en tiempo. Puedo decir que el Spartathlon, excepto para algunos tocados por los dioses que disputan los primeros puestos, es una carrera donde lo que menos importa es el tiempo final.
Finalmente, entré en la avenida que conduce a la imagen de Leónidas. Maite me esperaba al principio. Recorrimos los últimos metros riendo, cogidos de la mano, me ayudó a subir las escaleras ante la estatua, me abrazó y comenzamos a llorar emocionados.
Ahí se acababa el año más duro de mi vida, en lo deportivo y en lo personal. El año en el que resulté elegido para el Spartathlon, según muchos la ultramaratón en asfalto más dura del mundo, en medio de un proceso depresivo que me mantuvo meses con el ánimo y la energía por los suelos. El año donde descubrí que aunque mi cabeza, en su locura neurótica, me repetía constantemente que estaba solo, los hechos y el tiempo han demostrado que no es cierto, que no lo estoy. Que cuento con el apoyo incondicional de mis padres y de familia animándome en todo momento y disculpando mis idas y venidas al asfalto a comer kms; de mis amigos que me venían literalmente a sacar de cama y a acompañarme en mis salidas a la montaña, a trabajar en desnivel; de Isabel, que me ha seguido tantas veces en bicicleta con la sonrisa en los labios y un botellín de agua siempre listo, e incluso llegó a aparecer a darme ánimos en medio de un ultra de montaña, a las dos de la mañana por sorpresa, en un prado perdido en medio de la nada, sin importarle salir de un turno entero de trabajo y sin haber dormido en 24 horas; de mi hermana Maite, que antes de ser mi salvación en Grecia, venía a correr conmigo en los horarios más inverosímiles y me invitó a pasar temporadas en su casa de Mallorca para una aclimatación al calor que finalmente no tuvo sentido; de Vincenzo, que me brindó la oportunidad de entrenar al calor de Cascais y me alimentó como solo un cocinero siciliano sabe hacerlo; de montones de personas que han hecho llamadas de apoyo, o respondido a mensajes con consejos diversos. Seguiría citando nombres, y el listado sería interminable, por lo que desde aquí, a este ejército aliado pero no invisible, le mando el mayor de mis abrazos y les dedico el mayor de mis agradecimientos.
Por eso, ya no creo en el mito de la soledad del corredor de fondo, porque sé que nunca corremos solos. Porque cuando estamos en medio de la noche, empapados y exhaustos, con las articulaciones y los músculos doloridos e inflamados, sacamos las fuerzas del amor que han vertido en nosotros nuestros seres queridos, nuestros mayores, nuestra familia, amigos y compañeros. Perdonad que me ponga sentimental, pero es así. Y con esto no quiero decir que corramos por ellos, para demostrarles nada. Corremos por nosotros, porque nos gusta, y porque cuando la fisiología del ejercicio y la teoría del entrenamiento dicen que estamos en un punto sin retorno, y que mantener un esfuerzo ya no es viable energética o funcionalmente, aparece otro tipo de energía que no se puede explicar ni entrenar ni predecir, pero que hemos acumulado durante generaciones. Esto es lo que he aprendido en Grecia. El Spartathlon ha sido una auténtica enseñanza de superación en la vida y de valorar lo afortunado que soy por haber sido consciente de este patrimonio invisible.
Muchas gracias por vuestra atención, si habeis sido capaces de aguantar todo esta parrafada. Mucha salud, mucho amor y, sobre todo, muchos kms.
Y para los más fríos y calculadores, una ristra de datos, que considero importantes y a modo de resumen de mi participación:
- Lo primero, respecto al asesoramiento en materia de entrenamiento, decir que el entrenador lo llevo incorporado de serie, ya que soy Licenciado en Educación Física, además de Entrenador Nacional de Triatlón, entre otras titulaciones deportivas, por lo que a nivel de programación y control del proceso, lo tenía fácil.
- El proceso ha tenido dos años de “cocedura”, desde que me rechazaron por primera vez (pasé el sorteo a la segunda). Todo comenzó en el 2015, la primera vez que corrí un 100k (9h29´).
- Requisitos de acceso aportados: 100km en 9h29´ y 181kms en 24h, en Barcelona 2016 (marcas de lo más discretas, por no decir malas, lo cual quiere decir que, aún siendo un corredor mediocre tirando a malo, con un entrenamiento planificado y una buena dosis de cabezonería, se puede acometer una empresa como esta).
- 5000 kms de rodaje aproximado en los 10 meses previos. Máximo volumen de mayo a septiembre (1000 kms solo en el mes de agosto).
- Entrenamiento específico de fuerza entre noviembre y febrero previos, con mantenimiento a posteriori.
- Pruebas complementarias: alguna maratón aquí y allá, y 100km nocturnos por montaña (100k do Barbanza)
- Medios complementarios de recuperación (electroestimulación, fisioterapia, crioterapia, balneoterapia,…).
- Medidas suplementarias a nivel nutricional: sulfato de condroitina+glucosamina+ácido hialurónico como condroprotección (únicas sustancias con evidencia científica de utilidad, según metaanálisis de la asociación española de traumatología).
- Y, por supuesto, los consejos e informaciones directas de otros finishers, a los que agradezco enormemente su amabilidad: Nicolás Kierdelewicz (Argentina), Aykut Celikbas (Turquía), Mark Wooley (Gran Bretaña), Jorge Sabugo (España) y mi admirado paisano de Galicia, Fernando Ibarra Carbón.
Un saludo desde Santiago de Compostela:
Diego Rojo Garrido (drojog@hotmail.com)
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