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EMIL ZATOPEK, el hombre que amaba correr.

EMIL-ZATOPEK

Corría de una forma tan horrenda que “parecía que acababa de recibir una puñalada en el corazón”, recordaba un periodista deportivo. Pero Emil Zatopek amaba tanto correr que incluso cuando todavía era un soldado raso en un campamento de reclutas, solía coger una linterna y salir a correr veinte millas (32km) a través del bosque en plena noche…….Con sus botas militares……En invierno…Después de un día entero de ejercicios de adiestramiento militar!

Cuando había demasiada nieve, Zatopek corría dentro de una bañera llena de su propia ropa sucia, haciendo ejercicio a la vez que lavaba sus calzoncillos. Cuando el tiempo mejoraba lo suficiente como para poder salir a correr, se volvía loco: corría los cuatrocientos metros tan rápido como podía una y otra vez, noventa veces, trotando doscientos metros para descansar entre carreras.

Para cuando terminaba, había hecho treinta y tres millas (53km) a toda velocidad. Si le preguntabas por su ritmo de carrera, se encogía de hombros, nunca se había cronometrado.

Todo esto era una pérdida de tiempo debido que los atletas checos eran bastante malos; no tenían tradición, ni entrenadores, ni talentos locales, ni oportunidad alguna de ganar. Pero ser excluido de las quinielas era liberador, dado que no tenía nada que perder. Zatopek era libre de intentar cualquier forma de ganar.

“Ir lento ya sé” -razonaba- “Pensaba que de lo que se trataba era de ir rápido”- decía Zatopek cuando le preguntaban por qué hacía sprints de cien metros para entrenar un maratón en vez de entrenar despacio distancias largas como hacía todo el mundo.

“El más aterrador espectáculo de terror desde Frankenstein”, “Corre como si su próximo paso fuera a ser el último”, “Parece un hombre luchando con un pulpo sobre una cinta de transporte”, eran sólo algunos de los comentarios sobre su espantoso estilo al correr, pero Zatopek se lo tomaba con humor. “No soy lo suficientemente talentoso como para correr y sonreír al mismo tiempo -decía- . Lo bueno es que esto no es patinaje artístico. Los puntos se ganan por velocidad, no por estilo.”

A Zatopek le encantaba hablar, tanto que, incluso en plena carrera, parloteaba con los otros corredores, practicando sus chapurreos en francés, inglés o alemán, hasta el punto en que un británico gruñón se quejó de la “incesante cháchara” de Zatopek. En los encuentros en el extranjero, a veces metía tantos nuevos amigos en su habitación que terminaba por renunciar a su cama y dormir bajo un árbol en la calle. Una vez, justo antes de una carrera internacional, se hizo amigo de un corredor australiano que soñaba con romper el record de los cinco mil metros de Australia. Zatopek estaba inscripto únicamente en los diez mil metros, pero se le ocurrió un plan: le dijo al australiano que abandonara su carrera y, en su lugar, corriera junto a él. Zatopek se pasó la primera mitad de la carrera de los diez mil metros marcándole el ritmo a su nuevo amigo para que consiguiera su record, luego aceleró para ocuparse de sus propios asuntos y ganó.

Era una escena típica de Zatopek. Las carreras para él eran como una especie de tour por bares. Adoraba tanto competir que, en lugar de dosificarse, se inscribía en tantas carreras como era capaz de encontrar. Durante un período frenético a finales de los años cuarenta, Zatopek corrió casi cada dos semanas a lo largo de tres años y nunca perdió, alcanzando una racha de 69-0. Incluso con una agenda como esa, seguía promediando 165 millas (265km) a la semana de entrenamiento.

Zatopek era un autodidacta calvo de treinta años, a punto de ser echado de su apartamento en algún pueblo perdido y decrepito de Europa del Este cuando llegó a las Olimpiadas de Helsinki en 1952. Dado que el equipo checo era tan pequeño, Zatopek pudo elegir entre las distintas carreras de larga distancia, así que las eligió todas! Se presentó a los cinco mil metros y ganó estableciendo un nuevo record olímpico. Se presentó a los diez mil metros y obtuvo su segunda medalla de oro con otro record. Nunca había corrido una maratón antes, pero que demonios; con los dos oros colgándole del cuello, no tenía nada que perder, así que ¿Por qué no terminar el trabajo e inténtarlo?

La inexperiencia de Zatopek se supo de inmediato entre los corredores. Era un día caluroso, así que el inglés Jim Peters, que en ese momento ostentaba el record mundial, decidió usar el calor para hacer sufrir a Zatopek. Hacia la milla diez (16km), Peters ya estaba diez minutos por debajo de su propia marca y había dejado atrás al resto del pelotón. Zatopek no estaba seguro de que alguien fuera realmente capaz de mantener un ritmo así de devastador.

-Perdone- dijo poniéndose al lado de Peters-. Esta es mi primer maratón. ¿Estamos yendo demasiado rápido?

-No- dijo Peters-. Demasiado lento más bien.

Si Zatopek era lo suficientemente tonto como para preguntar algo así, se merecía una respuesta similar.

Zatopek estaba sorprendido.

-¿Ha dicho demasiado lento?- preguntó de vuelta- ¿Está seguro de que este ritmo es demasiado lento?

-Sí- respondió Peters.

-Ok, gracias – dijo Zatopek y despegó hacia adelante!

Cuando atravesó el túnel para entrar en el estadio, fue recibido con una ovación: no eran sólo fans, sino atletas de todos los países que habían atiborrado la pista para animarlo. Zatopek cruzó la línea de meta y obtuvo su tercer oro olímpico, pero cuando sus compañeros del equipo checo se acercaron a felicitarlo, ya era tarde: los velocistas jamaicanos lo llevaban ya alzado en hombros por la pista.

“Propongámonos vivir de tal manera que cuando nos toque morir hasta el enterrador lo lamente”, solía decir Mark Twain.

Zatopek dio con una forma de correr que hacía que cuando ganaba, incluso los otros equipos estuvieran encantados. No se le puede pagar a alguien para que corra con esa alegría contagiosa. Tampoco se lo puede intimidar para que lo haga, como desafortunadamente comprobaría Zatopek. Cuando el Ejército Rojo invadió Praga en 1968 para aplastar al movimiento pro democracia, a Zatopek le dieron a elegir; podía unirse a los soviéticos y hacer las veces de embajador deportivo, o podía pasar el resto de su vida limpiando retretes en una mina de uranio. Zatopek eligió los retretes. Y de esa manera, uno de los atletas más queridos del mundo desapareció.

Por esa misma época, su rival por el título del mejor corredor de distancia del mundo también estaba pasando un mal momento. Ron Clarke, un corredor australiano tremendamente talentoso y poseedor de una belleza morena tipo Johnny Depp, era exactamente la clase de atleta que, sin lugar a dudas, Zatopek tenía que odiar. Mientras que Zatopek había tenido que aprender por sí mismo a correr a través de la nieve en plena noche después de cumplir sus deberes como centinela de guardia, el niño bonito de Australia había disfrutado de correr por las mañanas, bajo el sol de las playas de la península Mornington y de un entrenador experto. Clarke tenia de sobra todo aquello que Zatopek podía desear. Libertad. Dinero. Elegancia. Pelo.

Ron Clarke era una estrella, pero aun así era un perdedor a los ojos de sus compatriotas. Pese a haber batido diecinueve records en todas las distancias desde la media milla hasta las seis, nunca había conseguido ganar las carreras más importantes. En el verano de 1968, desperdició su última oportunidad: durante la final de los diez mil metros de los Juegos Olímpicos de Ciudad de México, Clarke fue noqueado por el mal de altura. Previendo la tormenta de insultos que lo esperaba en casa, Clarke retrasó su regreso y se detuvo en Praga para realizar una visita de cortesía al tipo que nunca perdía. Hacia el final de la visita, Clarke alcanzó a ver a Zatopek escondiendo algo en su maleta.

“Pensé que estaba llevando de contrabando algún mensaje suyo para alguien en el mundo exterior, así que no me atreví a abrir el paquete hasta que el avión despegó”, contaría Clarke. Zatopek se había despedido con un fuerte abrazo. “Porque te lo mereces”, le dijo, lo que Clarke encontró bonito y muy conmovedor; el viejo maestro tenía problemas mucho peores con que lidiar, pero pese a ello tenía el suficiente espíritu deportivo para ofrecer un abrazo victorioso al joven gamberro australiano que había perdido la oportunidad de subirse al podio. Solo después Clarke descubriría que Zatopek no se refería al abrazo: en su maleta, encontró la medalla de oro que Zatopek había ganado en los diez mil metros en las Olimpiadas de 1952. Dársela al hombre que lo sucedería en los libros de los records era extremadamente noble por parte de Zatopek; dársela en ese preciso momento, cuando él mismo estaba perdiendo todo lo demás, fue un acto de una compasión casi inimaginable.

“Su entusiasmo, su amabilidad y su amor por la vida, alumbraban cada momento. No ha habido, ni nunca habrá, un hombre más grande que Emil Zatopek.”- Ron Clarke.

Fragmentos del Best-Seller NACIDOS PARA CORRER del autor Christopher McDougall.

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